David –léase a la inglesa, /Deivid/–, efímero profesor de inglés que tuve hará unos veintiún o veintidós años, había sido un militar estadounidense, creo que piloto, destinado en la base aérea de Zaragoza.
De él recuerdo sobre todo el escaso poso y la nula hondura que su expresión y su hablar poseían. Siempre he pensado que un niño que no experimenta, aunque tangencialmente sea, ruinas centenarias o piedras románicas o góticas, arrastrará en su edad adulta algún tipo de carencia. Supuse entonces que este hombre debía de pertenecer a ese grupo de personas desposeídos de una tradición lítica evocadora.
El tal David-/Deivid/ hízome saber un día que no era yo un profesional sino un amateur por no estar percibiendo dinero por mis composiciones. Aunque en aquellos años yo era oficialmente un estudiante y mi música era todavía más insignificante que ahora, su comentario por alguna razón me molestó.
Tiempo después, otro ser humano hízome saber a su vez que era yo una persona «pequeña» a causa de mi supuesta «falta de ambición» y que, probablemente, durante toda mi vida me sentiría como un «estudiante». Esto me resultó gracioso pues hilaba con una irrelevante anécdota ocurrida unos años atrás: quien fuera mi único profesor oficial de composición, algo azorado por un cierto nerviosismo derivado de la situación pública en que nos encontrábamos, me presentó ante Joan Guinjoan como «José Sancho», nombre del actor español que empezó a darse a conocer encarnando en la serie televisiva «Curro Jiménez» al personaje cuyo apodo era «el estudiante»…
Y heme aquí a mis cuarenta y varios años –más allá, creo, del «millieu du chemin de “ma” vie» (lo adapto desde una traducción francesa por cierta nostalgia)– siendo aún un artesano amateur que, sin atisbar salida aún de la selva obscura, escribe por propia necesidad –necesidad quizás de autoengaño– y no por dinero, y a quien sigue dando placer seguir estudiando y aprendiendo.
(Excursus)
Sentado un día frente a la mesa de un aula de cara a la pizarra, sentí envidia de mis alumnos por tener a alguien que les trate de enseñar de una forma mínimamente ordenada o que, al menos, les dé pistas de por dónde aprender…
También querría yo eso ahora para mí; que alguien durante un tiempo me enseñara, me mostrara, me hiciera aprender lo que desconozco; que en un lapso, aun breve, mi instrucción dejara de ser errática, sin bandazos, sin el rumbo desnortado de quien no sabe por dónde sopla el viento del conocimiento. El saber es infinito y a cada paso en que me adentro en él no hacen sino abrirse sendas inabarcables…
(Fin del excursus)
Decía Miriam Bastos en una de las emisiones recientes de su programa, «La música que habitamos», que sólo el compositor aficionado (amateur) podía dedicarse a elaborar músicas más altas o profundas dado que no tenía la urgencia de escribir partituras que pudieran editarse y venderse con facilidad para poder obtener así ingresos pecuniarios rápidos. Hacía el comentario a propósito de unas colecciones de piezas para piano de Sibelius que, al parecer, no fueron del agrado de los críticos y estudiosos de su tiempo pero que le aseguraron al compositor finlandés un dinero constante. Sin entrar a valorarlas –sólo apuntaré que me resultaron muy agradables de escuchar–, recuerdo que llamó mi atención el referido comentario de la presentadora pero no supe cómo procesarlo en ese momento, aunque resonó en mi cabeza aquella distinción no tan lejana en el tiempo entre el musicus y el cantor.
Desde hace unos meses me defino pública y privadamente –e incluso íntimamente ante mí– como un «compositor artesanal y amateur». Supongo que es una forma de reconducir mi fracaso social hacia una postura realista que aleje de mí cualquier expectativa musical que otra persona pudiera tener sobre mí; liberado de labrar una carrera equivalente a las ajenas, adquiero la posibilidad de observar y cultivar sin injerencias mi aparente nada.
Mi «propioperceptismo» como amateur o aficionado se asienta pues en dos hechos: nunca he ganado dinero con mi música –retomando así el aserto davidiano-/deividiano/ expuesto en el párrafo inicial– y, hace poco tiempo, hube de renunciar por incapacidad mental manifiesta al único encargo real –esto es, pagado– que habría tenido. Hube de renunciar, sí; pero más que «hube de», quizás comprendí que no iba a ser capaz de completarlo en los plazos acordados y, antes que verme cumpliendo el trámite de mala manera –forzado y sin reflexión, abandonando asimismo aquello que estaba empezando a descubrir mediante la redacción de los bocetos–, decidí renunciar aun cuando fuera doloroso.
Abracé nuevamente la guitarra y en ella la música volvió a aflorar tranquila y libre. ¿A qué se debió? Tal vez a ser un acto cuyo principio y cuyo final tan sólo tendrían como finalidad el propio acto en sí de darle forma, sin ninguna fecha límite ni condicionamiento estético implícito, a algo que no existía: tratábase de algo de mí –desde mí– para mí.
La situación en que hallámonos los aficionados como yo es que no poseemos el talento o la personalidad –o ninguna de las dos cosas– necesarios para afrontar empresas sonoras profundas y rigurosas, pero tampoco el suficiente oficio como para escribir una música de consumo que pueda darnos un dinero real no dependiente de las subvenciones que los intérpretes o los conjuntos suelen pedir a determinadas instituciones para sufragar los encargos que realizan. En este punto, el amateurismo se entreteje con la vocación o el impulso vital que nos impele a seguir sentándonos a la mesa o al instrumento a imaginar y edificar nuestras humildes construcciones sonoras aun sabiendo que rara vez expandirán su espacio del propio del papel garabateado al del aire oscilante de la vida acústica interpersonal.
¿Quiénes son ahora los compositores profesionales? No sabría qué contestar. No sé si les hace acreedor de tal adjetivo el mero hecho de cobrar por su música o si también debería tenerse en cuenta la demanda real que de ella hubiera en la sociedad –o cuanto menos en grupos más amplios que los propios y endogámicos de su gremio–, o que el dinero percibido proviniese del bolsillo de un particular o de un conjunto de éstos y no del mencionado sistema de subvenciones o ayudas institucionales públicas. Visto así, quizás, en nuestro presente, sólo los compositores del sector audiovisual y de la industria del entretenimiento serían los verdaderos profesionales pues sus aptitudes se adaptan y malean a las peticiones concretas de quien algo les demanda y su producto se somete a un sistema de precio de mercado; no tanto de valor… Junto a ellos, otros pocos –los selectos escogidos cuyas virtudes sí destacan y son necesarias– de entre los creadores de formación culta u, horrenda palabra casi siempre, académica.
Muchos argumentan que la música sólo lo es cuando se da a escuchar, cuando hace vibrar los tímpanos y su señal acústica es procesada por el cerebro. Cierto será pero no neglijamos que el acto de la composición es ya, para quien la realiza, la música en sí y que ese proceso personal de ideación, reflexión, toma de decisiones y estructuración –aunque nadie llegue a oír nunca el fruto ni por él pague– es la vía que el compositor tiene de estar en el mundo por convicción; aun en el caso, como pudiera ser el mío, de ser consciente de las carencias expresivas y técnicas de su obra. No poseo un don pero viví la magia que a este camino me abocó y he tenido la voluntad de perseverar en él.
Es en este punto donde la palabra francesa alcanza el matiz bello y ético –rara vez se separan el uno del otro– que su análoga española no aporta: amateur es, más allá de la afición demostrada, quien ama lo que hace; quizás haya profesionales que aun ganando mucho dinero por su don y pericia naturales, no trabajen con cariño sino que produzcan sin más ambición que cumplir con lo que les haya sido requerido. Prefiero ser, en consecuencia, un amateur y un artesano lento sin mercancía a la venta aunque otros puedan reírse o sonreír condescendientes mientras me miran como un fracasado que juega a las apariencias en el mundo adulto.
Y aquí, Stephen Nachmanovitch me redime… En el juego –jouer, to play, spielen; matiz que en la semántica musical el español nunca ha tenido– estaba la clave; en aquél, en tanto que fuente de disfrute y descubrimiento, y en entender toda actividad que se emprenda o se esté realizando como un proceso de afloramiento, construcción o desbrozamiento de poluciones del yo prístino –una suerte de «Ur-ego» podríamos llamarlo recurriendo a una discutible asociación de idiomas– de cada uno. Leyendo las páginas de «Free Play. La improvisación en la vida y en el arte» (ed. Paidós), he empezado a comprender –o han empezado a adquirir sentido en mí– determinadas frases o sentencias acerca del valor y el precio, de la relativización de los juicios ajenos y propios –peores siempre éstos–, y del autorrespeto y la autoimportancia que, sin derivar en narcisismos ni arrogancias vanas, hemos de darnos a nosotros mismos.
Otro humano, y vamos ya acercándonos al final de este texto, me preguntó con tonillo sarcástico ante el ataúd en que estaba mi padre que cuándo se iba a dar la circunstancia de que pudieran verme dirigir la orquesta equis. Piense en la situación, lector/a; mi padre acaba de morir y alguien, un familiar además, pretende jactarse de lo que a sus ojos constituye, quizás, mi existencia: un fracaso ante unas expectativas ficticias que reflejaban un desconocimiento absoluto sobre mi formación y mi labor. La pregunta traslucía también, creo, una cierta satisfacción suya por no haber logrado yo construir una carrera profesional reconocible ni haber obtenido dinero o fama de ella. Nuevamente, el valor de uno había de estar marcado por el precio en que otros –ese nebuloso conjunto de la sociedad o del micromundo en que se habite– le tasaran.
Veo también en algunos alumnos míos, niños y adolescentes, un ansia competitiva incomprensible; una necesidad de sentir que han «ganado» a otros, sus compañeros; de obtener quizás un like virtual que llene alguna necesidad o vacío del que aún no son conscientes. Hacer y obrar por un fin crematístico: subir nota, un premio, aprobar y olvidar; aprender rápido: ¿cuál es el truco para…?, ¿qué debo hacer si…? Me recuerdan al tan común conductor ansioso que acelera adelantando imprudentemente para terminar parado ante el mismo semáforo en rojo que los demás: no le importa esto último, ha llegado el primero... Junto a Nachmanovitch pienso en otro Stepehen, Stefan en este caso; en Zweig y en su leyenda «Los ojos del hermano eterno»: en la lección de conciencia y despojamiento que su protagonista emprende hasta, siendo ya el miembro más bajo de su escalafón social, sentirse libre y realizado.
Tomemos pues nuestro arte, nuestra técnica, como un camino para para dignificar el oficio de la vida propia en cada acción hecha y en cada paso dado; alejando el yugo de las esperanzas y de las amenazas ajenas y sin pensar en más objetivo que amar, con una dosis virtuosa de entusiasmo, aquello que nos defina y se esté haciendo en cada momento.
Comentarios