Imaginemos… Cada cual a su manera, disponiendo los elementos propuestos según su voluntad; confiriéndoles las proporciones y el cromatismo más afín a su gusto o estado anímico: luz solar, curso de agua, árboles, nubes, luz lunar, voces de animales, hierba, barro, arena, crujidos, montañas, lejanas siluetas de roca, etc.
Probablemente, cualquier combinación eventual y estable de los elementos anteriores nos provocaría un deleite emocionante que podría extenderse desde un tibio bienestar plácido hasta una atracción sublime –el abismo que llama a nuestra débil pequeñez– hacia su avasalladora magnificencia.
No habrá objetivo consciente en ese paisaje, no habrá una ordenación voluntaria sino una consecuencia del paulatino fragor o apaciguamiento de las calderas planetarias. Las partes serán fruto y semilla de su contexto más cercano, del equilibrio entre la potencia geológica, el asentamiento de lo inerte y la proliferación de lo vivo en su derredor. Nuestra imagen del todo será una forma de agrupar un determinado contorno bajo una conceptualización mental perceptible.
¿Por qué nos resulta bello algo que, en el fondo, es agreste, áspero y producto de la dureza? ¿Acaso es bello porque nosotros, humanos, afloramos de él? ¿Acaso por ser la cuna en que crecimos? ¿Tal vez por ser la madre idealizada…?
¿Y en el arte? ¿Es posible que, al reconocer en lo contemplado –en un sentido profundo o superficial– trazos del sustrato natural, suframos al instante el hechizo de su poder de evocación o de reminiscencia? ¿Lo más cercano a nuestro modo natural de percibir es necesariamente más primario? O, tal vez, es al revés.
En lo sonoro, ¿qué nos proporciona placer inmediato? Ese placer que no nos obliga a racionalizar y descifrar intelectualmente las relaciones entre los elementos y las partes para comprender; el placer que hace innecesaria, superflua y hasta ofensiva cualquier explicación acerca de lo que tenemos que percibir… El placer sensible que tras la contemplación y la vivencia nos hace mejores.
Nuestro universo parece contar con un fenómeno principal –débil y fuerte al mismo tiempo, burlable pero inexorable–, la gravedad, que ordena, agrupa y equilibra la materia sin preocuparse de ella. Como guía motor, su constante presencia invisible e inaudible da forma a todos los elementos existentes, provocando cualquier conflicto astronómico imaginable y alcanzando después islas temporales de estabilidad ilusoria. Mas los instantes de equilibrio son siempre preludio del violento desorden que le seguirá.
¿Quizás el arte así concebido es el que nos hace palpitar más hondamente? Tal vez intuir el elemento principal que forma y ampara al resto; quizás sentir el conflicto, la dualidad, las tensiones, las estabilidades ilusorias… el desarrollo en definitiva de un proceso vivo que cristaliza en analogía un fragmento mínimo de la vibración general que impregna nuestra vida desde nuestro inicio como especie.
Comprendemos así el juego. El juego-vida de la supervivencia trasvasado a la inocua pero imprescindible abstracción hedonista de los sentidos.
Me atrevería, tras empezar a ver luz –la propia–, tras cuestionarme mi apetencia estética en los periodos callados, tras girar últimamente en el perímetro aforístico de la mente-Rueda, a afirmar –o en todo caso, a afirmar para mí–, que nuestra percepción de lo bello se da al reconocer los grados subjetivos de adecuación, proporción e inteligibilidad del objeto artístico con respecto al fin pretendido.
Belleza: natura y cultura.