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Esbozo de una reflexión

Actualizado: 28 dic 2019


Mirando levemente hacia atrás, apenas un par de años, percibo en mi música un cambio: no sé aún si es un proceso hacia la construcción de una voz personal definida o, por el contrario, una desfiguración completa de mí mismo causada por un agotamiento cerebral que me torna incapaz de tener ideas o de producir combinaciones sonoras estimulantes.

Estoy simplificando mi escritura, he empezado a concebir la microtonalidad como resultado de la indagación en un pasado algo lejano –en otro momento abordaré esta cuestión– y cada vez siento más necesario un control certero y estructurado de la forma. Por último, me veo a mí mismo tratando de desentrañar, en las obras que escucho, no cómo han sido construídas o pensadas sino de qué combinación de recursos se ha valido el compositor para ser capaz de provocar emociones y sensaciones físicas durante la escucha.

Me asaltan también cuestiones como la siguiente: ¿es realmente necesario subdividir un pulso en un nonillo para acentuar únicamente su quinta parte? Independientemente del tempo, la quinta parte de un nonillo se correspondería con el valor 0’55555, es decir, tan sólo habría una diferencia de 0,05555 con la mitad de dicho pulso (0,5). En un tempo lento, con otra capa rítmica con la que efectuar un contrapunto, tales diferencias podrían ser perceptibles auditivamente pero si tomamos, por ejemplo, un tempo a 120 p.p.m., la diferencia en segundos entre 0,5 y 0,55555 –esto es, 0,05555– sería 0,027777… ¿Es acaso el oído humano capaz de discriminar tal diferencia? ¿Puede un intérprete ser realmente preciso? ¿Serviría de algo esa precisión si sólo hay una única capa rítmica sonado a la vez? Revisemos, por si acaso, qué nos dicen al respecto la fisiología del oído humano y la psicoacústica.

Añado a esto una posible situación que podríamos denominar “paradoja del intérprete”. Algún instrumentista, ávido sin duda de escrituras avezadas, podría porfiar desdeñoso contra el conservadurismo de una obra nueva subdivida a dos, tres o cuatro pero, tal vez, ante una subdivisión en oncillos o nonillos de la forma en que he descrito en el párrafo anterior, diría: “este compositor escribir así para parecer más “difícil” y digno de atención. ¿Para qué anotarlo de esa forma si a este tempo es prácticamente irrealizable y sólo podremos ejecutarlo por aproximación?”.


Ante esto, empieza a tomar cuerpo delante mí, como una materialización sorda de pequeños pensamientos soslayados, la idea de si no estaremos creando una música dominada por el culto visual al aspecto que es, o debería ser, el último en importancia de todos: la partitura… La representación gráfica como objeto que “ya” suena…

No son más que vagos apuntes sobre las motivaciones que a veces nos llevan a escribir –a indicar al intérprete– una idea de una forma u otra y hasta qué punto la necesidad de una plasmación visual compleja o la obediencia al rigor de un sistema –¡ah!, el “sistema”…– de proporciones, duraciones o alturas condicionan la escritura.

Y sé mientras escribo esto que mañana volveré a caer en los mismo pecados que enuncio. O tal vez ya no…


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